Diario personal de un viaje en bicicleta por la costa atlántica francesa

Si alguien me hubiese dicho a principios de marzo de 2020 que mi forma de vivir y sobre todo mi forma de viajar iba a cambiar casi para siempre, no le hubiese creído. Sigue mi viaje en bicicleta por la costa atlántica francesa.

Tras regresar de un viaje de trabajo en Amsterdam a mi domicilio en París, el gobierno francés anunció sus medidas: confinamiento total. El 16 de marzo de 2020 mi vida se detuvo. Vi cómo se escurrían en el teclado todos los planes que tenía preparados para ese año: Marruecos, Polinesia Francesa, México...

Desacelerar -por obligación- tuvo su lado positivo y me hizo replantearme mi forma de viajar. Luego de mucho reflexionar sobre qué tipo de viajera quiero ser, encontré la respuesta. Quiero que mis viajes sean sostenibles y eso empieza con la exploración de destinos locales. De ahí nace uno de los viajes más especiales que he hecho. Una aventura física y mental con un toque de reflexión y responsabilidad.

Eran los primeros días de junio y la vida parecía normal y había que recuperar el tiempo perdido. Un grupo de amigos escogimos una travesía: recorrer una parte de la costa atlántica francesa en bicicleta. Mi primer viaje en bici. Llevaba años soñando con esto, pero éste fue el momento perfecto. Nuestras piernas serían el motor y la bicicleta una suerte de casa rodante para llevar todo lo que necesitáramos.

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Volví a sentir la emoción de planificar un viaje. Esta vez cambié el meta buscador de rutas en avión por una guía sobre la Vélodyssée. Las maletas por unas alforjas. Y el airbnb por el camping. La ruta se vislumbraba sencilla. Una carretera casi en línea recta con poca dificultad. Perfecto para los novatos del viaje en bicicleta.

Así, nos embarcamos en un periplo desde Sables d’Olonne hasta Lacanau con un pequeño desvío por la isla de Ré. Ocho días, siete de pedaleo y 400 kilómetros.
Punto de partida. Llegamos a Sables d’Olonne, cuna de la Regata Vendée Globe.

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Antes de arrancar la travesía di media vuelta a la manzana para verificar que la bici de alquiler funcionaba correctamente.

Tras pedalear por el asfalto se descubre la ruta soñada: de un lado el mar; del otro, el bosque. A ratos hace sol, de repente se nubla y de la nada empieza a llover. Es lo que tiene viajar por el Atlántico. Al fondo se dibujan campos de girasoles. Mis ojos se llenan de amarillo y la felicidad me invade.

La brisa me cubre el rostro, el terreno sube y baja sin cesar, veo manglares y antes de darme cuenta hemos llegado a destino. Primera parada: La Tranche-sur-Mer. 53 kilómetros.

Suena el despertador a las 8 de la mañana. Después de desarmar la tienda de campaña y desayunar se retoma el camino. El segundo día se llega a La Rochelle. Un lugar del que había oído hablar hace más de diez años, cuando un profesor de francés, en mi Caracas natal, me habló de lo maravillosa que era esta ciudad y de cuánto me gustaría.

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La Rochelle es una de esas ciudades que recibe al viajero a puertas abiertas con su maravilloso puerto para contarle toda esa historia que no conoce. Sus pequeñas y estrechas calles obligan a detenerse. A mirarlas una y otra vez al ritmo local.

Tener una meta clara en este viaje es la gasolina para que las piernas no dejen de pedalear. Pasar la mayor parte del día ensimismada me lleva a un estado de constante reflexión. Una suerte de película de solo preguntas desfila frente a mis ojos. Cuando me doy cuenta, han pasado 2 horas y 30 kilómetros.

Llegamos al tercer día. A lo lejos veo el punto de llegada: La isla de Ré. El lugar perfecto para frenar un poco y descansar. Este día la determinación fue crucial. Todas las condiciones estaban en contra. Mal clima, viento de frente y un puente que, a pesar de no ser tan alto, fue toda una prueba para esta alma inexperta.

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Arranco la subida, pedaleo como nunca y avanzo unos pocos centímetros. Siento frustración. Quiero parar. Sudo, las piernas no me dan más y mientras tanto el viento me golpea, literalmente. La meta se aleja.

Unos metros más allá una niña baja de su bici y la empuja tratando de mantener el equilibrio. Llego a su lado, pienso bajar de mi bici para ayudarla, pero supe que si me paraba en ese momento habría perdido. Con todo el dolor seguí mientras me repetía: «vamos que sí se puede». Llego a la cima del puente casi sin respiración, con la garganta seca, pero con una felicidad que solo las pequeñas victorias nos dejan saborear. Prueba superada.
Estamos en la isla de Ré. Después de cuatro días de pedaleo, el cuerpo es incapaz de procesar todo lo vivido. Las piernas piden paciencia y la mente tiene ganas de un poco de calma.

Al quinto día retomamos el camino casi con más fuerza que el primero. Pedalear es una adicción y el cuerpo pide más. Aprendes a equilibrarte, a pensar con claridad y a saber que la prioridad no es llegar ni la primera ni exhausta, sino llegar con el entusiasmo intacto. Cada etapa o, mejor dicho, cada día ha sido un aprendizaje, una sorpresa. Llegamos a Marennes. Un lugar hospitalario. El dueño del camping nos dio una clase de historia en cinco minutos y muchas recomendaciones locales. Gracias a él, cenamos en una granja ostrícola de la zona atendida por sus dueños.

Se acerca el final y la nostalgia se deja colar. En el último tramo nos internamos en La Tremblade. Un camino lleno de pinos marinos y dunas que esconden espectaculares playas. Llegamos al último camping con un poco de dificultad. Casi nos equivocamos de camino, no teníamos batería en el teléfono, ni en las baterías auxiliares, y además perdimos la guía de la Vélodyssée.

Finalmente, cual exploradores, decidimos confiar en nuestra intuición y llegamos. Nos instalamos en medio de todos los surfistas y, a las seis de la tarde, una horda de gente empezó a correr en dirección de la playa. No entendimos qué pasaba, así que los seguimos. Nunca pensamos que detrás de esa duna íbamos a disfrutar del mejor atardecer de todo el viaje.

Doce horas después las ganas de ir al baño me ganaron en medio de una noche fría. Con mucha flojera me puse las medias, los zapatos, abrí la carpa y salí. No me podía creer lo que veía. La luna empezaba a ocultarse. Nunca había visto este espectáculo, ni siquiera sabía cómo se llamaba. Entendí que esto no era una casualidad. Decidí aprovechar el empujón para ir a ver la puesta de la luna (el término lo aprendí después gracias a San Google). Me hubiese quedado en ese instante, pero había que terminar el viaje.

Tras esta montaña rusa de emociones y aprendizajes, el último tramo de la ruta sirvió para procesar y llegar a la meta: Lacanau. Un grupo de amigos nos esperaba echándonos porras. Todos los días son una oportunidad para dejarse sorprender. Está en nosotros aprovecharla.

ITINERARIO Y RECOMENDACIONES

Día 1: Sables d´Olonne > La Tranche-sur-Mer
Una etapa por la costa de Vendée, entre playas, calas rocosas y un magnífico pinar. Tanto Les Sables d´Olonne como La Tranche-sur-Mer son destinos ideales para la práctica de actividades deportivas acuáticas.

Día 2: La Tranche-sur-Mer > La Rochelle
La Rochelle es una de esas ciudades que te recibe puertas abiertas con las torres que enmarcan su maravilloso puerto, sus pequeñas y estrechas calles llenas de secretos…y con los helados de Ernest Glacier ¡ya que todo esfuerzo tiene su recompensa!

Día 3: La Rochelle > isla de Ré
Un puente de casi 3 kilómetros de longitud permite acceder fácilmente a la isla de Ré desde La Rochelle. Se puede cruzar en coche y en moto pagando una ecotasa, o en bicicleta o a pie, de forma gratuita.

Día 4: Descanso en la isla de Ré
Antiguo archipiélago y hoy una de las islas más grandes de Francia. El tiempo unió todos esos retazos y la convirtió en isla. Qué sabio el tiempo, ¿no? Y qué bien dedicarle tiempo a esta isla para descubrir sus tesoros: paisajes de landas salvajes, salinas, bosques, playas y encantadores pueblecitos.

Día 5: Isla de Ré > Marennes
Marennes me robó el corazón con las cabañas coloridas de su puerto. La calidad de sus ostras es reconocida y lo pude comprobar cenando en la granja ostrícola L´Ecume de Mer, un lugar sin pretensiones y con precios asequibles, donde todo lo que comimos venía de ahí.

Día 6: Marennes > Royan
La estación balnearia de Royan seduce con su arquitectura de los años cincuenta, sus barrios Belle Epoque, su puerto deportivo, su mercado y sus cinco playas de arena fina. Puedes dejar la bici y embarcar en un crucero para descubrir el majestuoso faro de Cordouan.

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Día 7: Royan > Le Pin Sec
La playa Le Pin Sec se pierde de vista. Mi lugar top del viaje. Cuna de hippies y de increíbles olas, es ideal para hacer surf, descansar y disfrutar los atardeceres más espectaculares de la costa.

Día 8: Le Pin Sec > Lacanau
Conocida como la meca del surf, Lacanau es una estación acogedora, enclavada en el corazón del pinar y a orillas de la playa. Cada año, los mejores surfistas compiten en agosto durante el Caraïbos Lacanau Pro.

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ORANGE RECOMIENDA

Un recorrido por Francia en 1.000 quesos es el atractivo concepto de «Vélo & Fromages». Un recorrido deportivo, pero sobre todo gastronómico, que ofrece 123 itinerarios de descubrimiento a lo largo de vías verdes y carriles bici en 51 departamentos. El programa incluye encuentros con artesanos y productores locales en los mercados, visitas a explotaciones lecheras y bodegas de maduración, sabrosos talleres y, por supuesto, degustaciones ilimitadas de quesos blandos y duros. Una forma muy indulgente de chuparse kilómetros. Y no te olvides de compartir estos platos de quesos gracias a la red de Orange.